jueves, 6 de febrero de 2020

NUEVAS EXPERIENCIAS

A continuación os adelanto un pequeño esbozo de mi trabajo...



                         “PROYECTO SOLUCIÓN”

                                           1

La holografía palpitaba encerrada en la placa de metacrilato.
Amelie caminaba enfurruñada y helada hacia la puerta de la Fundación. “¿A quién demonios se le ocurre programar una reunión a las seis de la mañana?”. Sus pensamientos, en perfecto francés, viajaban del insulto al lamento.
El guardia dormitaba tras la ventana de cristal. Su rostro, iluminado débilmente por una lámpara de mesa, se veía aletargado. Solo percibió su presencia cuando los detectores ya la habían localizado.
La huella genética de Amelie había activado los sensores de proximidad y el ordenador de la entrada accionó la puerta, que se abrió justo en el instante en que la mujer se hubiera empotrado en ella.
El guardia abrió los ojos pesadamente.
No sé para qué necesitamos un guardia en la entrada con estas medidas de seguridad. Guardar las apariencias en un edificio como éste es una estupidez.”
El frío de la madrugada dio paso a una cálida bienvenida. Se quitó el grueso abrigo oscuro que vestía y lo colgó en la percha.
Soy la primera.”
Pasó ante la recepción y el guardia le sonrió ligeramente. Su rostro denotaba sus pensamientos: “¿Qué demonios hará esta a estas horas aquí ? Espero que no diga nada. Me ha pillado”
Olía a café recién hecho. Mientras Amelie avanzaba por el blanco y bien iluminado pasillo tuvo que reprimir el impulso de pedirle uno al guardia. Era el aroma que le gustaba sentir cuando llegaba por la mañana y el edificio, que conocía su identidad, así lo repartía a su paso. Dobló hacia la derecha, recta hacia su despacho. Las luces se encendían al detectarla.
AMELIE BLANCHART– GENÉTICA. El aséptico cartelito anunciaba su nombre y profesión. La puerta del despacho se abrió un segundo antes y la luz eléctrica se acomodó a sus pupilas. Su sillón estaba ocupado.
          ¿Quién? 
          Un hombre le sonreía satisfecho.


                                                             2

La incómoda postura despertó a David Marlon. Se había quedado dormido sobre la mesa y la luz de la pantalla del ordenador fue lo primero que vio. Suspiró y parpadeó varias veces al observar la fotografía que había dejado activa al dormirse. Lo odiaba. Fue ese odio profundo y auténtico lo que le ayudó a desperezarse. Notaba las comisuras de los labios sucias de saliva y se las limpió con el índice derecho. Luego acomodó el teclado y tecleó: “Bolt”
El buscador se activó y lanzó sus rapidísimas telarañas de luz por la pantalla hasta dejar preparado el equipo para una nueva búsqueda.
Hasta yo mismo utilizo esta mierda” negó mientras apretaba la mandíbula. Tenía un botellín de cerveza en el suelo y lo cogió mientras ordenaba sus ideas. La botella estaba caliente. La miró. No le apetecía nada tomar un trago de cerveza en ese estado, pero tampoco quería levantarse para coger otra del frigorífico. La dejó sobre la mesa. Miró la pantalla. Bolt estaba allí. “¿Cómo cojones ha crecido tanto en tan poco tiempo?” Sí, era verdad que el navegador funcionaba a la perfección y era maravilloso con el “Thingsnet”, el Internet de las cosas, que se había desarrollado a una velocidad impensable años atrás, pero había algo que no le cuadraba. Por su culpa le habían despedido. “Alphabet” había echado a miles de informáticos como él cuando su reinado comenzó a declinar. Y así estaba él, en el paro, sin subsidio, sin dinero, y para colmo, Bolt había mejorado la seguridad de las empresas y los particulares. Ahora era imposible hackear con la facilidad y la habilidad con la que se hacía antes. Un poco antes. Y todo por culpa de ese hombre cuya foto había dejado abierta en el ordenador antes de dormirse. Sí, se había bajado los pantalones e ido a mendigar un empleo a esa nueva empresa emergente. Una amable secretaria le había dicho con voz muy dulce y cariñosa: “No reúne usted el perfil que esta empresa necesita. Muchas gracias por su tiempo.” Y le había despedido sin ninguna otra explicación más. De su equipo, de sus compañeros, solo él “no había reunido el perfil” que la empresa de ese hombre requería. Suspiró. Miró la botella. Tendría que levantarse a coger un botellín fresco. No podía ser de otro modo. Tenía sed y ganas de olvidar su mala suerte. Tecleó otra vez el nombre: “Paul Gant” y en seguida apareció aquel rostro odiado en la pantalla plana de su ordenador anticuado.

                                                         3

Amelie sabía quién era aquel hombre. Claro que lo sabía. Había salido en todas las noticias, en todas las portadas, en todas las revistas, escritas y virtuales, en todos los programas de seguimiento, en todos los canales de noticias, tanto de Internet como de las viejas emisoras de televisión, en todas partes. Era un rostro ubicuo, conocido por todo el mundo, desde China hasta el más lejano e inexplorado rincón del planeta. Pero no por eso dejaba de ser sorprendente que estuviera allí.
  • ¿Quién? -. Sobraba. - ¿Qué hace usted aquí? -. Eso era más acertado. Era su jefe, claro que lo sabía, pero encontrárselo allí, por sorpresa, era inesperado aunque, pensó, para nada desagradable.
Paul Gant era un hombre guapo, con unos preciosos ojos azules, sinceros y dulces, en los que cualquier mujer de mediana edad, divorciada, bastante bien parecida y desprovista de complejos podía hundirse como en un cálido mar en calma.
  • Siento la intromisión señorita Amelie –. Dijo Paul mientras abandonaba el cómodo sillón, esquivaba la mesa y se dirigía hacia ella con la mano extendida para saludarla.
  • Nadie me avisó de que estaría aquí usted hoy, a estas horas tan tempranas, señor Paul -. Comentó mientras le ofrecía un suave pero firme apretón de manos. La piel del hombre era cálida y suave. Su sonrisa considerada se reflejaba en sus ojos.
  • Lo cierto es que no tenía previsto estar aquí hoy –. Paul se apartó para que Amelie pudiera avanzar hacia su sillón. Aunque fuera su jefe, Amelie apreció la consideración con que la trataba. - Pero el avión hizo escala en Madrid camino de Pekin y el Sr. Perkins me informó de que habían hecho importantes avances en la nanoreducción del genoma que investigan, ¿no es así? -. El tono suave, informado e interesado de Paul animaron a Amelie. Que un hombre con tantas preocupaciones como él se interesara por sus investigaciones era todo un detalle y la garantía de que la financiación, el negro caballo de batalla que siempre la obligaba a mendigar, no se cortaría.
  • Cierto, Señor Gant –. Admitió mientras se sentaba en el sillón, un poco incómoda pues dejaba al hombre de pie frente al escritorio. Había dos sillas más en la sala pero ninguna tan cómoda como el mueble en el que se sentaba.
  • Llamame Paul, por favor. Señor Gant es demasiado formal.
  • Como guste Señ...Paul. Por favor, le agradecería que se sentara. Me siento incómoda viéndolo ahí de pie. Es nuestro jefe y no me parece adecuado que lo tenga en pie mientras le explico lo que hemos conseguido.
Paul sonrió. Acercó una silla y se sentó. El cabello oscuro y bien peinado adquirió un tono brillante cuando la luz blanca se reflejó en él. Amelie suspiró para sus adentros.
  • ¿Y bien? -. Preguntó Paul.
  • Bueno. Lo cierto es que nuestro equipo estuvo atrapado en un callejón sin salida durante varios meses, como creo que usted ya sabe -. Paul asintió, adelantó su cuerpo y se mostró interesado. Amelie continuó tras la breve interrupción. - Pero en cuanto llegaron los nuevos equipos nuestra tarea se vio gratamente desatascada. Es decir, la secuenciación se completó en un periodo de tiempo más bien breve si tenemos en cuenta el volumen de datos con los que estábamos trabajando.
Paul asintió y sonrió. Amelie notó que el aroma a café recién hecho disparaba su sensación de bienestar y seguridad. De repente pensó que había sido una mala anfitriona y que ni siquiera le había ofrecido algo a su jefe. Un café a aquellas horas de la mañana seguro que sería bien recibido.
  • ¿Le apetece un café, Paul?
  • Luego señorita Amelie, cuando llegue Perkins -. Negó el hombre. Amelie notó el disgusto en sus ojos y se maldijo por haberse precipitado.
  • Como guste. Estaba hablando de que los equipos que nos proporcionó su filial y el nuevo paquete de programas aceleraron sobremanera nuestro trabajo. No queríamos anunciarlo aún, pero, en vista de que usted está aquí y de que Perkins ya le ha adelantado información, me complace anunciarle que hemos integrado su ADN en un nanoreceptor con evidente éxito.

lunes, 9 de mayo de 2016

VAMOS A CREAR UN PERSONAJE PARA ADENTOR




Os propongo un juego:

 ¡¡¡¡¡¡¡¡¡  CREEMOS UN PERSONAJE  !!!!!!!

¿Cómo lo haremos?

Vosotros me escribís a psancho75@hotmail.com una descripción del personaje que queréis crear y entre todos lo iremos puliendo. Pero no solo queremos personificarle, queremos darle un pasado, un presente, un estado de ánimo, una experiencia, unos deseos, unos valores y unas esperanzas...todo lo que defina a un ser vivo, ya sea humano, rugon, o donion...
En unas semanas publicaré vuestros trabajos y pasaremos a la siguiente fase...sssshhhh (puede ser un personaje de mi nueva novela)





ESPERO VUESTROS ESCRITOS

miércoles, 23 de marzo de 2016

EL HIJO DEL ASESINO


Os presento mi nuevo relato…..


ACTO I


El día era frío, apropiado para quedarse en casa junto al fuego del hogar.
Ebrá no podía apartar la mirada del rostro de su padre, del hombre que iban a ejecutar en la horca cuando el Lector de la sentencia acabara de enumerar los delitos por los que le habían condenado. Lloraba y sentía desesperación, angustia y miedo. Desesperación porque su padre iba a morir injustamente, angustia porque le quería y miedo porque se quedaban solos.
La plataforma de madera sobre la que su padre esperaba el momento de su muerte se alzaba sobre las cabezas de la multitud que se había congregado en la plaza de ejecuciones. Dos maderos verticales y uno horizontal sostenían las cuerdas en las que se colgaban a los condenados. Aquel día solo iba a morir un hombre, pero había ocasiones en que se ejecutaba a cinco reos a la vez pues cinco eran las cuerdas preparadas en el madero. El verdugo, un tipo delgaducho, de rostro ratuno y sonrisa perversa aguardaba impaciente a que el Lector finalizase su interminable parlamento.
Cualquier ejecución era un espectáculo y los ciudadanos acudían con agrado a contemplar los ahorcamientos de malhechores, ladrones y asesinos. Diariamente, bien de mañana, se cumplían las sentencias que dictaban los jueces en nombre de su majestad la Emperatriz, salvo que lloviese mucho o hubiese otro espectáculo mejor. En esos días, los ahorcamientos se celebraban en los patios de las cárceles, sin público.
Ebrá recibió un codazo en el brazo y alguien le empujó con violencia. Por un momento su mirada se desvió del rostro severo y firme de su padre. La gente, a su alrededor, gritaba, maldecía, insultaba al reo con desprecio y rencor, le tiraba verduras podridas y reía cuando alguna le acertaba. El verdugo maldecía a la gente mientras retiraba los restos de los vegetales estropeados. Él tan solo buscaba la mirada de su padre.
Tres filas más adelante, se hallaba su madre. Ebrá vio su cabello negro recogido en un moño bajo y un esbozo de su rostro cubierto de lágrimas en el que la desesperación dibujaba muecas de dolor. Quería estar con su marido en los momentos finales de su vida. Quería estar allí y maldecir a la Emperatriz, a los jueces, al verdugo y a cuantos jaleaban la ejecución. Eso era lo que le había dicho. “- Sus rostros, Ebrá. Acuérdate de sus rostros -.” Le había insuflado su odio en breves y duras palabras. Pero su firmeza y valor se estaba derrumbando. Lloraba como él mismo lo hacía en aquel instante.
El redoble alto de un tambor oculto entre la multitud acalló los gritos por un instante y el Lector aprovechó la ocasión para hacerse oír:
- ¿El reo tiene algo que decir?
Era una pregunta retórica, algo que se decía sin esperar respuesta alguna.
El verdugo acercó un taburete bajo la soga y escupió sobre la tarima.
- ¡Sí!
La voz del reo sorprendió al Lector por la contundencia de la respuesta. Era un tipo corpulento, de escaso cabello, barba recortada y modales rudos. Le incomodaba sobremanera la disposición del hombre a hablar en público. Sin embargo, no podía negar la última voluntad del reo expresada en alta voz pues la misma tradición imponía estas normas.
La gente calló deseosos de escuchar qué tenía que decir alguien que iba a morir momentos después.
- Bien, ¿y qué quieres decir?
Ebrá buscó la mirada de su padre, pero él no quería mirarle, ni a su madre tampoco. Alzó la vista para contemplar las fachadas mohosas de la plaza, al cielo azul que miraba por última vez, a las aves que se escapaban de los aleros.
- Date prisa, no tengo todo el día -. Exigió el Lector.
El condenado, sin mirarle, con los ojos fijos en el infinito, exclamó alto y claro:

- ¡Soy inocente y leal!


.. si quieres leer como continúa escríbeme a psancho75@hotmail.com.

domingo, 10 de mayo de 2015

ACTO ESPECIAL.

EXTRACTO DE UN CAPÍTULO ESPECIAL INCLUIDO EN MI NUEVA NOVELA EN CONSTRUCCIÓN.


INTERLUDIO: LAS VIVENCIAS DE ISAAN 


Fuera justo o no, Isaan estaba allí, escudo y lanza, vigilando la niebla ondulada, dorada, mágica, que se doblaba sobre la tierra seca y quebrada, como el polvo que se levanta tras las sandalias de los soldados, o el que se alza cuando la tierra es arada, o el que vuela cuando los hombre viejos pisotean los campos al anuncio de la primavera. Estaba allí y en su mirada de ojos castaños se clavó la primera imagen, la esperada.
Era una ciudad, pero no lo era. Si a un cúmulo de edificios superpuestos, oscuros y tristes, esbeltos y lúgubres unos, raquíticos y apolillados otros, se le puede llamar ciudad, pues sí, aquello que se ofrecía a sus ojos, lo era. Sin embargo, a él le recordaba a una colmena.
Los gritos habían cesado un poco antes de que la niebla pérfida se disipara y la visión que se le ofrecía era pobre y lastimosa. No había ventanas, ni puertas, ni huecos en las fachadas de las adustas casas, como si quienes las habitaran penetrasen en ellas como fantasmas o por agujeros ocultos a la vista enterrados en el suelo. Solo se distinguían aquellas paredes negras, gastadas y sombrías. Y unas columnas de humo gris retorcido que se alzaban entre virutas incandescentes como si un incendio asolase alguna plaza oculta en mitad de la ciudad extraña. Y olía a muerte, a carne quemada, a grasa derretida.
Isaan apretó el mango de la lanza con fuerza. El calor de la madera acarició la palma de su mano, sus dedos firmes y duros. También apretó el escudo contra su pecho. Notaba la tierra prieta bajo sus sandalias de cuero y el vientre débil por un súbito espanto. El cielo era azul, no cabía la menor duda, una vez despejadas las miasmas. En sus mejillas se encendió una gota de sudor inesperado. La barba sucia le picaba. A su lado, Ralán quizás se estremecía como él mismo.
Ahora que la niebla se había esfumado, se consumaba la espera. Era lo que había estado deseando durante aquellas semanas lentas y aburridas y, en aquel momento, en el que se cumplía su deseo, se arrepentía de sus palabras soeces, de sus pícaras bravatas, de sus maldiciones insensatas. Sin la niebla, la batalla se acercaba.
El silencio recorría las espaldas de los hombres con un escalofrío.
Miró a sus compañeros. Ralán le devolvió la mirada y una sonrisa de conformidad y esperanza. Eigor, al otro lado, tenía los ojos tristes y quizás pensara en su esposa y sus hijos lejanos.
De repente, la cota de malla aumentó de peso y se volvió incómoda, aunque no le importó llevarla pues le protegería. Eso le había dicho el mago. Le había tocado el hombre derecho la otra tarde, mientras vigilaba la niebla, y se había sentido grande y fuerte, protegido y nuevo, como si hubiera descansado una semana entera mientras estaba de guardia como centinela.
  • Te traerá suerte, no temas...- le había dicho.
    Sus ojos azules y dorados, sus barbas blancas, sus palabras solemnes y ciertas. Confianza. Seguridad. Eso es lo que había sentido al escucharle. Luego, aunque se había ido enseguida, su presencia permanecía junto a él, como una sombra más adherida a la suya propia.
  • ¿Crees que vendrán pronto? -. Preguntó Eigor con voz muy tenue. Quizás temiera que sus palabras provocasen el ataque de forma inmediata.
    Las casas negras se acumulaban una encima de otra, como piedras inconexas en una pared improvisada. El humo oscuro ascendía y se disipaba en el cielo azul. Las virutas incandescentes eran arrastradas por un viento que allí, en sus filas, no soplaba.
  • Es lo que estábamos esperando, ¿no? -. Respondió. Hizo que no le temblara la voz pues quiso infundirle ánimo y apoyo a su compañero.
  • No parece que haya nadie ahí ahora que han enmudecido -. Advirtió Ralán sin demasiadas esperanzas.
  • ¿Tendrán flechas? -. Temió Eigor.
  • O quizás cosas peores.....- se estremeció Ralán.
  • Y no tenemos nada tras lo que parapetarnos, amigos -. Admitió Eigor sin mucho entusiasmo.
  • Sí que tenemos algo -. Movió ligeramente el escudo. Las palabras de Eigor molestaron a Isaan. La desconfianza que anidaba en ellas era un presagio funesto. Pensó en su hija, en su esposa, en el cachorro de lince que había cuidado con cariño cuando era niño, en sus ovejas, en su perra obediente, en los límites lejanos de sus campos de pastoreo, en lo que más amaba. - Tenemos el escudo y la lanza. Y luego, la espada y la daga. Están aquí, con nosotros. No nos darán la espalda.
    Eigor suspiró y ladeó la cabeza como moribundo que se enfrenta a su pronta expiración.
  • Solo si crees que vas a morir, vas a hacerlo -. Añadió Isaan con firmeza. Quizás pensaran que era un insensato, un loco o que la Frontera había acabado con su escasa sensatez, pero las palabras le salieron de lo más profundo del espíritu.
  • Yo no creo que vaya a morir...hoy...- dijo Ralán, angustiado -...bueno, por lo menos eso espero -. Finalizó incómodo.
  • Nadie de los que estamos aquí piensa que morirá con toda seguridad -. Se quejó Eigor.
    Por un momento, Isaan inclinó su cuerpo hacia atrás y observó a su izquierda la larga fila de espaldas cubiertas por el lienzo rojo de los vestidos, los cascos relucientes, las mallas en las piernas de sus compañeros. Alguno quizás pensaba como él pues sus ojos se encontraron y se sonrieron antes de volver a su posición adecuada.
  • ¿Y ellos también deben pensar lo mismo? -. Dio Ralán refiriéndose al enemigo ausente.
    Isaan no entendió las palabras de su amigo. Los ejércitos del Tejedor de Muerte deseaban la muerte. Eso era lo que siempre había escuchado. Había oído relatos de soldados veteranos que habían combatido en la Frontera y en los que siempre se mencionaba la poca estima que tenían por su propia existencia los Rugons, lo Madrons o cualquier otro monstruoso súbdito del Enemigo Oscuro. Quizás ellos pensaran que sí morirían aquel día.
  • No debe importarnos eso a nosotros -. Corrigió a Ralán. - Por mí, podrían morirse todos ahora mismo antes de venir a combatirnos. Podríamos entrar en eso que parece una ciudad y encontrarlos muertos a todos. Celebraríamos una fiesta y quizás nos enviasen a la retaguardia, o a vigilar las tiendas de la Emperatriz -. Arqueó una ceja ilusionado.
    Los tres callaron por un instante. ¡Vigilar las tiendas de la Emperatriz! ¡Qué ocurrencia! pensaron los tres al unísono, pero ninguno dijo nada al respecto. Eso estaba reservado para los soldados de élite. No era misión para ellos, simples soldados de a pie. Aunque hubieran combatido y sobrevivido a las primeras batallas aún les quedaban muchos méritos y hazañas que cumplir para ascender a esa categoría.
    Mientras duró aquel silencio, Isaan recordó los días de marcha atravesando Adentor y la dura batalla del Puente Claudio, y también cuando había permanecido en retaguardia atendiendo a los heridos o conduciendo a los muertos a los Árboles del Luto o cargando provisiones y armas para los soldados que luchaban en el frente o el azaroso deambular por las tierras de la Frontera y el toque del mago. Aquel toque misterioso y sutil. ¿Por qué lo había hecho? ¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría con los Donions? ¿Dónde estaba aquel Dragón escupefuego?
  • Isaan, ¿crees que vendrá el Dragón? -. Le preguntó Eigor.
  • Eso es lo que me gustaría, Eigor -. Respondió sin mucha confianza.
    ¿Por qué no iba a ser así? Se preguntó Isaan. Allí estarían todos: El Dragón, los magos, los veteranos de la Frontera. Aquella era la primera ciudad de Hertzum que podía caer en sus manos después de muchos siglos. Eso le hizo estremecerse. ¿Cómo podía el Enemigo Oscuro dejarla caer sin un lucha feroz e implacable?
    Sus palabras le hicieron fijarse en la ciudad descubierta. La espesa niebla que la había ocultado debía haberse retirado por alguna oscura razón, pensó. ¿Cual sería? Nada bueno, seguro, se dijo. Desde la sangrienta victoria del Puente Claudio, el camino a través de las desoladas praderas de la Frontera había sido un fácil paseo. Nadie se les había enfrentado, salvo aquel vuelo infame de Cortadores de Alas a los que el Dragón había destruido con facilidad. Luego, cuando los magos habían anunciado que el País del Enemigo quedaba a menos de un día de camino y que la primera ciudad aparecería ante sus ojos aquella tarde, había llegado la niebla dorada y densa y el ejército se había detenido.
Y ahora, allí estaba él, contemplando una montaña confusa de construcciones desprovistas de protección amurallada alguna, oscura y ominosa, como el país en el que se habían adentrado y que pensaban conquistar. Y no estaba solo. Las filas de soldados de Adentor se extendían hacia ambos lados, como un rastro rojo de sangre recién derramada, brillante de lanzas y escudos.
  • ¡Ufff...! - suspiró Ralán -....hubiera preferido que la bruma no se levantase...- añadió.
    El superior se acercaba.
  • Silencio -. Le aconsejó Isaan.- Losn tiene malas pulgas -. Se cuadró aún más firme si cabe. Sujetó con fuerza las armas y encajó su vista al frente, como si estuviera grabando en su memoria cada una de las aristas de las esquinas de la ciudad revelada.
    El superior pasó con marcialidad ante ellos sin dirigirles ni una mirada de reprobación o contento. Su mandíbula cuadrada, rasurada y orgullosa hendía el silencio con que le obsequiaban los soldados.
Cuando Losn se hubo alejado, el sonido de los caballos llegó hasta ellos. No podían girarse para curiosear, so pena de verse castigados, pero sabían que los jinetes estaban preparados tras ellos. Con una simple orden, abrirían sus filas y la caballería cabalgaría hacia el enemigo como un río desbocado.
  • Tal vez los manden a ellos primero....- susurró Ralán, sin mucha convicción.
    Isaan parpadeó escéptico.
  • ¡Eh, mirad! -. La voz de Eigor, demasiado alta y sobrecogida, sorprendió a varios soldados.
    Frente a los edificios negros, emergiendo de la tierra, aparecían formas indefinidas de personas o seres grotescos de dos piernas. Desde la distancia, su silueta era oscura y de tamaños diferentes.
  • Parecen Rugons...- murmuró Eigor con voz temblorosa -...e incluso parece que también hay Dravons...- titubeó.
  • ¿Qué ves, Isaan? -. Le preguntó Ralán.
    Siempre había tenido buena vista. Excelente, era la palabra exacta para definirla. Veía con una claridad y a una distancia tal que sus camaradas le llamaban en ocasiones “Ojos de Varana”. Todo el mundo sabía que la Varana era un ave que distinguía a sus presas desde muy arriba en el cielo y que era mucho más diestra y hábil que las poderosas Águilas Ceniceras. Pero Isaan sabía, además, que no poseía únicamente una vista espectacular, sino que estaba en su naturaleza la comprensión del número exacto de las unidades que distinguía con una mirada. Así, podía observar una porción de arena en una playa y decir, sin margen de error, el número justo de granitos de arena que había en ella o podía observar un pino jorobado y exponer el número de agujas que tenía en las ramas, cuales estaban enfermas y cuantas se preparaban para caer.
  • De momento cuento ochocientos veinticuatro Rugons -. Dijo al cabo. - Pero salen muchos más. Al ritmo que van, en cinco minutos serán más de cinco mil....- se inquietó. El ejército de la Emperatriz era mucho más numeroso pero el enemigo era fuerte, agresivo y formidable.
  • ¿Hay Dravons, Isaan? -. Preguntó Ralán nervioso.
    Sí, los había.
  • Menos que Rugons -. Respondió.
    El compañero bufó desalentado.
  • ¡Ah, cuando nos lanzarán al ataque! -. Se quejó Eigor que se impacientaba. El miedo le ponía nervioso y la incomodidad la mitigaba con quejas.
    Ni Ralán ni Isaan le respondieron. Ambos pensaban que era mejor estar allí, en la tensa espera, que cargar contra aquellas bestias inmundas que brotaban de la tierra seca como ortigas negras.
    Un penacho de humo amarillo y gris pasó sobre ellos arrastrado por una brisa invisible.
  • Esto ya ha comenzado -. Murmuró Isaan.
    Un grupo de soldados situados a su izquierda, tal vez dos compañías de doscientos hombres cada una, inició el camino hacia el frente.
    El enemigo no se organizaba sino que se agrupaba en pequeñas hordas. Las figuras más altas y esbeltas, los Dravons, se alejaban de las más pequeñas.
    Sonó un fiscordio. Fue un rugido majestuoso y potente que estremeció a los soldados. Aquel poderoso canto borró el miedo de sus corazones como si hubiera derramado agua sobre el viento.
    El enemigo corría hacia ellos y levantaba una estela de polvo.
    Entonces, una figura enorme les sobrevoló y su sombra fugaz pasó como una exhalación.
  • ¡El Dragón, El Dragón! -. Gritaron los hombres y le vitorearon todos.
  • Tal vez no tengamos que luchar -. Se alegraron los tres al unísono.
    Si embargo, para su sorpresa y pesar, el Dragón se alejó de los desorganizados enemigos que corrían hacia ellos y se concentró en la ciudad. Una llamarada brotó de sus enormes fauces e hizo estallar varias casas. El rugido de la explosión llegó hasta ellos unos instantes después.
    Los chillidos y los bramidos de los Rugons les alcanzaron. Los Dravons, más retrasados, avanzaban caminando. Aquellos seres grotescos parecía que ansiaban la muerte, pensó Isaan, al verlos correr desesperados y ansiosos.
    Los soldados que se habían avanzado se detuvieron, alzaron las lanzas y clavaron los escudos en tierra. Se parapetaron y aguardaron la embestida.
    Antes de que les alcanzaran los monstruos, una nube de flechas brotó de sus espaldas, realizó una parábola perfecta y se abatió sobre los impetuosos corredores como la lluvia.
    Numerosos Rugons se detuvieron en seco, como si hubieran chocado contra un muro de acero. Algunas de las flechas prendieron en sus cuerpos peludos y en su último sufrimiento propagaron las llamas entre sus congéneres.
  • ¡Bien! -. Rugió Eigor.
    La destrucción del Dragón era intensa en la ciudad. Las columnas de fuego y la destrucción de los edificios superpuestos se sucedía con abrumadora facilidad. Isaan presentía que la victoria estaba próxima y se alegraba de no haber participado para nada en ella. Se conformaba con contemplarla desde la distancia. Habría tiempo de sobra para heroicidades, suspiró.
    Los Rugons supervivientes superaron a los caídos y se abalanzaron hacia los escudos. Los soldados los rechazaron y se mantuvieron firmes en sus posiciones.
  • Quinientos veintisiete...- murmuró Isaan.
  • ¿Quinientos veintisiete? -. Inquirió Ralán.
  • Son los que han muerto ya...aunque el Dragón no ha impedido que surjan más del suelo. Parecen hormigas acosadas por el hambre...- respondió éste.
  • ¿Ahora hay más? -. Preguntó Ralán contrariado.
  • Dos mil dieciséis más -. Respondió el interpelado. No iba a ser una victoria tan fácil.
  • ¿Y los Dravons?
  • Doscientos justos. Esos sí parecen enemigos más peligrosos. Se han parado y esperan que los Rugons abran alguna brecha en las filas de nuestros soldados.
    Ralán murmuró una queja.
  • ¿Cómo son? No los veo bien...- susurró.
    Isaan los veía perfectamente. ¿Cómo definirlos? Eran seres extraños, tan oscuros como estatuas de ébano. Iban desnudos y no tenían sexo. En sus rostros no había ojos, ni nariz, ni boca alguna. Eran simples globos oscuros sin gestos ni sentimientos. Eran grandes, esbeltos y sus músculos parecían esculpidos en negro mármol; se movían con agilidad y la espada que portaban parecía una prolongación natural de su mano negra.
  • Parecen de piedra oscura -. Acertó a decir. Sí. De piedra viva, animada por alguna forma de magia inquietante y maligna.
  • ¿Piedra? No son de carne -. Protestó Ralán.- ¿Cómo se supone que vamos a matar a bestias de piedra? -. Añadió confuso.
  • ¿Con magia, con golpes? -. Terció Eigor, más tranquilo y confiado.
    Otro penacho de humo flotó sobre ellos. En esta ocasión era amarillo, gris y azul.
    Inconscientemente, Isaan miró el bordado de su manga izquierda, la del brazo que sujetaba el escudo. Tres franjas idénticas a los colores del cielo lucían allí.
  • ¡Nos toca! -. Exclamó con pesar.
  • ¡Maldición! -. Rugió Ralán.
  • ¡Avanzad! -. La voz del superior bramó a su espada.
    El primer paso fue el más difícil. El siguiente ya fue más natural y con el tercero la preocupación abandonó su semblante. ¿Por qué iba a morir ese día?
    Los Rugons, unas bestias peludas, de rostros confusos y pequeños ojos, bramaban y golpeaban a sus compañeros, allá a lo lejos, pero no lograban desbordar su posición. Caían y morían a cientos, pero venían más tras ellos.
    Ya no podían detener el avance. Tras ellos venían más compañeros. El polvo, los gritos y los aullidos volaban juntos.
    Los Dravons esperaban. El Dragón no reparaba en ellos, ensañado en la ciudad. En aquellos momentos, había comenzado a cerrar los agujeros por los que brotaban Rugons sin parar. El olor a carne quemada alcanzó su nariz. El sonido de pisadas se hizo firme y fuerte. Los Rugons iban hacia ellos, habían desbordado la línea. Corrían con desesperación, con ansiedad, como bestias salvajes ávidas de sangre.
  • ¡Deteneos! -. Gritó el oficial a su espalda. - ¡En posición! ¡Con firmeza y valor!
    El bramido de aquellos seres les llegó nítido. Llevaban el torso desnudo, los brazos cubiertos de cuero viejo o telas desgarradas, eran gruesos y bajos, tenían los rostros completamente tapados por el hirsuto y sucio pelaje, con los ojos negros y maliciosos, sedientos y violentos, y las manos anchas con las que empuñaban hachas pesadas, espadas cortas, cuchillos y mazas. No llevaban escudos ni protección alguna.
    Una nueva descarga de flechas les detuvo de nuevo. Polvo, gritos, fuego. La amalgama de sensaciones estridentes y horribles le ensordecieron. Tras el caos, los Rugons se repusieron y les embistieron bramando.
    Isaan sintió el golpe en el brazo mientras el Rugon se ensartaba en la lanza. Una espada larga voló hacia él pero la detuvo con el escudo. Movió la lanza y la introdujo en las tripas oscuras de otro monstruo. El herido abrió la boca y escupió sangre hacia él. Luego cayó. Venían más. Retiró la lanza. A su lado, Eigor sufrió la embestida de un Rugon particularmente grande. Su lanza penetró en el pecho de la bestia y se quebró.
  • ¡Maldita sea! -. Gritó éste pues se había quedado sin arma larga.
    Varios Rugons golpearon el escudo de Eigor y lo echaron al suelo. Habían abierto una brecha.
    Isaan vio como uno de aquellos salvajes levantaba su hacha mellada para descargarla sobre el vientre de su amigo. Volteó la lanza y alcanzó al enemigo en el brazo. La sorpresa desfiguró el rostro del Rugon mientras se desembarazaba de la lanza. Eigor aprovechó el momento para ensartarlo con su espada corta. El enemigo cayó hacia el costado. Dos compañeros ocuparon el hueco que había dejado Eigor y empujaron a las nuevas bestias que se abalanzaban sobre ellos.
  • ¿Estás herido? -. Preguntó Isaan.
  • ¡No,no! -. Gritó Eigor mientras se levantaba.
    Entonces, como si se hubieran acabado los enemigos peludos, aparecieron los Dravons. Eran tan grandes que se alzaban sobre sus cabezas más de un cuerpo entero. Como carecían de rostro nadie podía determinar qué sentimientos les espoleaban en aquellos instantes. Eran esbeltos y sus cuerpos negros, como de ónice, se movían rápidos y brutales. Descargaron las espadas sobre los soldados que les habían adelantado instantes antes y quebraron sus escudos. La sangre de sus compañeros regó la tierra polvorienta.
  • ¡Malditos! -. Bramó Isaan, pero ya la espada de aquel gigante se abatía sobre él.
    Movió el brazo con rapidez y el arma dividió el escudo en horizontal. Se sentía como borracho de ira y odio hacia aquel ser abyecto y enorme. Le tiró un lanzazo y el arma se quebró, como si hubiera chocado contra una roca.
    Alguien le golpeó por la derecha y sintió un dolor atroz y profundo. Mientras caía vio pasar una espada sobre su cabeza que le tiró el casco y escuchó un estallido metálico que le ensordeció. Había sangre roja en el suelo, pelos, restos humanos. Por el rabillo del ojo, mientras el polvo se espesaba, vio al Dravon asediado por varios soldados. Le dolían las costillas pero no sentía la humedad de la sangre. ¡Qué dolor! Susurró. Una forma humana voló sobre él y sus pies le golpearon. Otra persona le cayó encima. Se estaba enterrando entre caídos. Más gritos. Cascos, caballos. Una forma acorazada cargó contra el Dravon con tal ímpetu que el impacto derribó al animal. El jinete de acero voló por los aires y cayó con estrépito. El caballo bramaba y trataba de levantarse. Isaan apartó el cadáver que tenía encima. El caos danzaba a su alrededor. El Dravon parecía más bajo y había perdido las armas. No sabía cómo pero no tenía espada ni daga. El trozo de escudo aún pendía de su brazo. Se levantó y lo tiró. Había muchos jinetes asediando a los Dravons. Los Rugons alfombraban el suelo o ardían en piras. El enemigo de piedra que le había empujado no podía levantarse. No tenía piernas. No sangraba. Era como si se hubiera roto una estatua vulgar y corriente. El jinete que lo había derribado llevaba una maza. La tenía aferrada a su mano muerta. Era un arma. El Dravon se arrastraba por el suelo. Se había quedado sin el brazo de la espada. Las estrías de su cuerpo no goteaban sangre ni dolor. Isaan cogió la maza, caminó renqueante y embotado hacia el Dravon, esquivó el brazo que le quedaba y descargó toda su furia sobre la cabeza de éste. Como si hubiera golpeado una roca, el cráneo estalló en esquirlas negras. Después, el Dravon cayó al suelo. Se sentía muy cansado y aturdido. ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Cómo iba a buscarlos entre aquel caos de cuerpos, polvo y gritos?
    Los jinetes acabaron con los Dravons restantes. El Dragón sobrevolaba el cielo y lanzaba llamaradas muy finas para incinerar a los Rugons que aún pululaban como hormigas perdidas.
    De repente, una luz repugnante inundó de una claridad devastadora el aire. Isaan se ahogaba envuelto en aquel resplandor acongojante. Sintió que se quedaba sin fuerzas, que el dolor de sus costillas se acrecentaba como si fuese un parásito y quisiese agujerear su cuerpo. Y tras el dolor llegó el abandono. ¿Qué le importaba morir allí mismo y en aquel preciso instante? Ya no habría más dolor, ni más dudas, ni más abatimiento. ¿Qué era la vida sino un tránsito infinito e inútil por una senda interminable de dolor? Sus pensamientos se volvieron lúgubres y trastornados. Si en aquel mismo instante un verdugo hubiese reclamado su cabeza, se la hubiera ofrecido con alegría, con excitación y sin remordimientos.
    Observó a su alrededor, necesitado de acabar con su vida. Todos los supervivientes se habían arrodillado o acuclillado esperando, como él, arrojar su existencia al abismo de la muerte. Era un deseo irreprimible, consciente y necesario.
    La luz parpadeó un instante y el cielo recobró su color azul desvaído. Los penachos de humo coloreado lo sobrevolaban.
    ¿Qué era lo que había deseado? ¡Morir! Sintió que se asqueaba. ¿Cómo podía pensar semejante cosa? ¡Sobreviviría!
  • ¿Qué nos ocurre? -. Preguntó alguien que se incorporaba a su lado. No era nadie conocido. Un soldado más, un compañero inesperado.
    Miraron al frente. Había muchos más como ellos dos que se recobraban, que renacían. Aquel impulso había cesado tal y como había llegado. Recogió la maza. Sus ojos claros y hábiles distinguieron la lucha. El mago tenía el aspecto de un gigante y brillaba. Mejor dicho, relumbraba. A su alrededor parecía que se había instalado una tormenta de relámpagos que centelleaban con indómita velocidad. Su rival era indefinible. Constituía una forma física amorfa, cambiante, como una nube volcánica insuflada de violencia y terror.
    El trueno ensordecedor llegó de repente. El mismo aire se rompió en pedazos y golpeó a los soldados con tal fuerza que levantó a los más próximos como hojas arrancadas por el otoño.
    Isaan se golpeó la espalda y a punto estuvo de clavarse una espada abandonada en su caída.
  • ¿Qué es eso?
    El humo se alzaba sobre el mago. La luz del día caía en su masa y perecía. Crecía cual niebla embravecida.
    Isaan tuvo miedo. La niebla oscura se había tragado al mago reluciente.
  • ¡Viene! -. Gritó alguien tan cercano y desesperado que tembló al escucharlo.
    ¿Quién venía?
    La niebla, solo la niebla densa, oscura, irritante.
    Sin embargo, de pronto, se detuvo. Como si hubiera alcanzado un límite invisible que no podía superar. Y, a partir de aquel punto, comenzó un retroceso aún más rápido mientras se desvanecía.
    El soldado respiró aliviado y se incorporó para observar qué ocurría.
    La niebla se retraía, se guardaba en sí misma, se retiraba.
    Llegó a un punto en que la figura del mago cuyo resplandor había aumentado emergió y la destrozó en diminutos jirones hasta hacerla languidecer sobre el suelo cargado de muertos.
    Luego, lentamente, la forma alta de una columna de piedra negra fue lo último que se percibió con nitidez.
    El mago avanzó hacia ella y la golpeó.
    La columna se estremeció y se derrumbó sobre sí misma levantando una ola de repugnancia.
    Así acabó todo.
    Isaan vio como la ilusión con la que había percibido el gigantesco tamaño del mago se descubría un engaño.
    Un regimiento de jinetes pasó cercano y cabalgó hacia la ciudad negra. Sintió ganas de vitorearles.
    Ya solo quedaban cadáveres a su alrededor. Soldados, compañeros, desconocidos. Rugons, Dravons. Y heridos, gritos y lamentos.
    Se miró en el rostro de los hombres. Vio fatiga y alivio. Había sobrevivido. Por el momento.
  • ¡Adelante! -. Gritó alguien.
    Era un comandante. ¿De dónde venía?
  • Vamos amigos...- se escuchó decir. No veía a Eigor y a Ralán por ninguna parte. - Espero que no hayan muerto...- suspiró.








































martes, 25 de noviembre de 2014

LA FRONTERA

Espacio consumido por el odio.
Vacío y muerte.

Y, sin embargo, la vida se resiste.

Montañas demolidas, bosques de piedra, ciénagas venenosas.
Ceniza. Hielo. Desolación. Desesperanza.

Cien leguas calcinadas, sedientas, heridas.
Diez mil leguas de miedo, desde el infierno helado hasta el inmenso vacío del desierto de fuego.

Y, sin embargo, la vida resiste, lucha, le desafía.

Hemos dejado que los caminos se pudrieran,
que el polvo que el viento levanta oculte las sendas,
que el olvido caiga sobre los senderos.

Y, sin embargo, la vida...

Será el día,
el que ha de venir,
en el que los viajeros recuperen el destino.
Se levantarán los velos
y, la lluvia,
hermana de la esperanza,
volverá a "La Frontera"
para nunca más marcharse.

"Palabras ubicuas, recuerdos de un pasado remoto".
Página inmediata, 234. Esquina derecha.
"Azzluzz"

martes, 14 de octubre de 2014

EXTRACTO DE MI TRABAJO ACTUAL:

Sí, eso es, es la continuación de "La Sombra de las Palabras". 
Espero que os guste. 

ACTO IX

La pesca del Guardarío


El Guardarío Timonel tensaba la cuerda eterna, la que siempre colgaba de su mano y con la que pescaba barbos, jarabugos y tencos. Atendía a la superficie del río con la despreocupación de la costumbre. El madero enhiesto sobresalía de las aguas, la orilla opuesta reverdecía, las nubes se tumbaban blancas y marchitas sobre las colinas, el sol de “Entrefríos” era suave y agradable. Ya tenía muchos años. Se pasó la mano libre por la dura barba y tiró de los mechones grasientos y blancos que sobresalían por debajo del viejo sombrero de paja raída que los cubría. Sus manos secas, cuarteadas, delgadas, sembradas de cicatrices y arañazos. Sus manos que habían aguantado la misma cuerda, siempre la misma cuerda de pescar, durante interminables años. Al mirarse la manos se acordó de Mari. Ella sí tenía una manos finas, limpias, blancas y suaves. Ya no recordaba cómo se sentía cuando le tocaba. Sí. A él también le había acariciado una mujer. Miró la cuerda que se hundía en el agua. A pesar de pescar todos los días de su vida, nunca había buceado bajo aquellas aguas y nunca había podido vislumbrar qué ocurría cuando los peces se disputaban el cebo, cuando mordían el anzuelo, cuando bregaban asustados hasta hacerse más daño mientras el hierro les ataba a la cuerda de la que él tiraba. Bobadas. Los peces estaban allí, en su sitio, bajo las aguas, nadando, viviendo y muriendo, como debía ser. Y él estaba allí sentado, como siempre, como todos los días, esperando que los hermosos pedazos de barbo que había dispuesto atrajesen presas grandes, gruesas y suculentas. Los necesitaba para comer y para cambiar. Pan. Se le había acabado el pan. Siempre comía pescado con pan. Algún fruto robado o perdonado y nada más. Pescado y pan. Eso sí que era comer bien. El estómago le gruñó al pensar en la comida. El desayuno había sido parco. Los escasos restos de la cena. Un pequeño calandino rosado que había caído la tarde anterior. El calandino era un pez esquivo, difícil, y se sentía orgulloso de haberlo capturado. Recordaba lo orgulloso que se había sentido al caminar por la plaza con el calandino colgando de la cuerda, el brazo erguido, la mirada ávida de los vecinos. Pero había sido una cena exigua y había tenido que guardar un poco para el desayuno pues no quería utilizar las reservas puestas en salmuera. El Invierno Corto, a veces, se hacía demasiado largo. No era cuestión de dilapidar la comida. Había tenido suerte antes de las primeras nieves y tenía buenas raciones para el caso de que fueran unas semanas muy duras. No quería acabarse la comida y luego ir pidiendo limosna, un poco de pan, un poco de pan, por favor...os lo devolveré cuando pesque más en primavera...No. Él tenía su orgullo y aunque en alguna ocasión había tenido que suplicar clemencia, un pan o dos, un poco de fruta seca o de grano molido para preparar sémola, se resistía a que eso pasase de nuevo. No quería ser como el panadero que, en los años de escasa cosecha, tenía que marcharse de la aldea para trabajar en otros sitios y a saber con qué sujetos. ¡Ah!, pero estaba divagando. Debía atender la cuerda. Miró el palo en el que rebotaba la espuma. La orilla opuesta. El espejo de las aguas.
Sus ojos cansados de mirar la proximidad del río se abrieron de par en par.
  • ¡Una embarcación! -. Exclamó. - ¡No puede ser! ¡Sí,sí! ¡No lo soñaba! Aquello era una embarcación. Había visto muchas en su juventud. Cuando había navegado con ilusiones y esperanzas como forzado en una galera por el Mar del Enfado. Se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró. Sus manos habían dejado de sujetar con firmeza la cuerda. La sorpresa y la incredulidad le hacían descuidarse. Un pequeño tirón hizo que la cuerda se deslizase suavemente de sus manos - ¿Eh? ¡Maldita sea! -. La distracción le podía costar cara. Sin cuerda y sin peces. Dirigió la vista al extremo que se hundía en el agua y la sujetó con fuerza. Fue un momento. Ya la había asegurado. Se maldijo a sí mismo por ser tan descuidado. ¡Pero es que la sorpresa había sido mayúscula! Hacía muchos, pero que muchos años que ninguna embarcación ascendía por el río. Aquello era todo un acontecimiento inesperado. Levantó los ojos y los dirigió hacia donde estaba el navío. Pero no estaba. - ¿Cómo? -. Casi se llevó más sorpresa que antes. ¡Lo había visto! - ¿Qué ocurre aquí? -. Exclamó, pero esta vez no se descuidó y continuó sujetando bien el extremo del que tiraba algún pez.
    En el río no había nada. La luz caía sobre el movimiento del agua y arrancaba rápidos destellos. El horizonte se veía limpio y libre. Tenía remos, de eso estaba seguro. Remos. Lo había visto. Diez patos silvestres de plumaje negro y verde sobrevolaban el río. No había nada sobre sus superficie. Nada que no fuera el aire transparente. Se plantó para ver mejor y más lejos. Oteó detenidamente todo lo que divisaba. Nada. Nada. Se volvió a sentar y pensó en el pez que se debatía al final de la cuerda.
    - ¡Ya voy, ya voy! ¡Tienes ganas de morir pronto! -. Le dijo. Poco a poco extrajo la cuerda y la cabeza de un barbo dorado emergió con los ojos claros. - ¡Hoy comeré bien! -. Se alegró. Levantó la vista para buscar el barco. Nada. Negó con la cabeza mientras izaba el pez. - No lo he soñado. ¿o tal vez sí? -. Rumió mientras cogía el barbo con las manos, lo desenganchaba y lo metía en la destartalada cesta de mimbre que siempre llevaba consigo. Tomó la botella de agua y bebió un sorbo. - ¡Solo es agua! -. Se dijo. Remiró otra vez. - No estoy borracho. He visto una barca en medio del río, de eso estoy seguro. Pero al momento siguiente ya no estaba. Este pueblo se está volviendo inhabitable. Dragones, niñas peligrosas, magos, cajas que se mueven y ahora...embarcaciones que desaparecen...- Tiró la cuerda al río tras poner en el anzuelo otro trozo de barbo tratado para atraer a los peces. - Si no fuera porque soy demasiado viejo, me iba....- se lamentó mientras regresaba con sus ojos al palo, al paisaje y a las aguas silenciosas.

          Pascual Sancho   

lunes, 28 de julio de 2014

EN BUSCA DE UN ADJETIVO

Y así es.
El título que le he dado a esta entrada nueva es una incertidumbre. Pues sí. Desde hace unos meses estoy centrado en la redacción de una nueva novela derivada de "La Sombra de las Palabras" cuyo título se me escapaba. Pero esta noche, ¡oh, sorpresa!, ha llegado a mi. Pero ha llegado, para que rabie un poco más, incompleto.
El título en cuestión es:

"La Voz (      ) de Ilena"

Entre paréntesis falta el adjetivo que aún no ha llegado. ¿Dónde está?
Bueno, la novela en cuestión deriva, como ya os he contado, de las frases siguientes que podéis encontrar en mi obra anterior:

"
- Esta es la casa del carnicero. La última vez que estuve en Tenderiem aún estaba bien. Tenía mucha clientela - dijo preocupado.
En el suelo de tierra dura aún había restos de las cenizas del incendio.
- ¿Era del carnicero que desapareció?
- Sí, del pobre Vebo. Vivía solo, contaba historias muy bonitas.
- Historias que le han quemado la casa y lo han hecho desaparecer…-dijo una voz fúnebre a su espalda.
Quien había hablado era una mujer anciana que llevaba una cesta vacía colgando del brazo. Tenía el cabello blanco y sucio, la boca torcida y miles de arrugas bajo unos ojos acuosos y tristes. Caminaba lenta y encorvada.
Segundo le sonrió con ternura.
-¿Qué ocurrió señora Gloria?
La mujer se les acercó con parsimonia, miró a Ainara, cabeceó y respondió:
- Hace diez días que ardió. Encontraron el cadáver del pobre Vebo junto a los viejos cipreses del Sendero de Bigalión. Por la noche, no se sabe como, la madera prendió…
"

Y hasta aquí puedo leer.
La historia se centra en Vebo, en su vida, en sus cosas, en sus misterios. Es un historia de amor, un homenaje, una novela de fidelidad e inquietud, de responsabilidad y esperanza.
Cuando esté lista os lo haré saber. Quedan aspectos difíciles que templar.
De momento, sigo buscando ese adjetivo perdido.